No sé cómo es en España o en Portugal, pero en el barrio de Alberdi, Córdoba, cuando vos cortás con una mina vas de frente, la sentás en un café, le agarrás la mano bien fuerte, le pasás unas servilletas para que se limpie los mocos y después la llevás a la casa.

Es costumbre también que esperes a que entre y cierre la puerta. Recién entonces te tomás el buque. 

Podés darte el lujo de aceptar una o dos llamadas durante la semana subsiguiente, como para prestar la oreja; fingir que estás mal también vos, que la cosa no funcionó por tu culpa, o lo que sea. Cualquier cosa con tal de que el corte sea limpio como tajo de bisturí y que después no haya segundas vueltas o escenas en el supermercado de la esquina.

A esto medio que lo venís planificando con tiempo, despacito, bien de canuto. Te diría que ni siquiera lo hablás con tus amigos; te preguntan cómo van las cosas y vos decís «todo bien, todo bien», siempre dos veces. 

Y cuando se enteran que cortaste, del asunto no se habla.

Es una cuestión de respeto. Tu vida es tu vida, nada de andar contabilizando los polvos ni las miserias. Cada uno hace la suya, y los vagos de la barra lo respetamos, porque es como un código. Es lo que hace que seamos como somos.

En Alberdi, por lo menos, creemos que tiene que ser así. 

Una vez que cortaste, la mina queda vedada. Nada de tirotearte a la ex de un amigo. No señor. «Ex novia no existe como mujer», decimos en Alberdi. Te la podés cruzar en la panadería, charlar un rato con ella, pero nada de preguntar cómo está ni cómo viene superando la cosa. Hola qué tal, cómo anda la familia y te dejo porque estoy apurado.

Ante todo, respeto y lealtad por el amigo, que es el que te acompaña en las buenas y en las malas.

Las minas van y vienen, eso es sabido en Alberdi. El Cacho hizo así cuando la largó a la Lucía. El Pupo hizo así cuando cortó con la Marta. Y yo ya me veía venir que con la Sonia no quedaba más remedio. 

También tenemos eso de bueno en Alberdi: nunca se hace el pase para salir bien parado. Es una cuestión de honor lo que hacemos en el barrio. Si sale una novia de tu vida tiene que pasar un tiempo hasta que entre la otra. Y nunca, pero nunca de los nuncases, una mina empuja para que salga la otra.

Eso dejáselo a los chetos. Nosotros no. A las minas hay que respetarlas, loco.

Me acuerdo que lo charlé con el Cacho un día cuando terminamos de jugar al fútbol. Los chicos estaban arreglando lo de la guita para pagar la cancha y nosotros nos habíamos quedado en uno de los arcos sacándonos los botines. Yo con él tenía confianza, era el más grande del grupo, tenía más experiencia. Su viejo es dueño la Ferretería más antigua del barrio, toda su familia es como fundadora, los primeros en instalarse. 

Así que lo que decía el Cacho es palabra autorizada.

Estábamos ahí desatándonos los nudos y le digo:

—Voy a cortar con la Sonia, Cacho.

El Cacho —prudente como todo buen vecino de Alberdi— me mira un rato y vuelve a trabajar sobre el botín izquierdo. 

Lo tenía anudado con un par de vueltas alrededor de la pata, entre el arco y el empeine, y de ahí subían los cordones dando dos giros en los tobillos para culminar con un nudo medio marinero a la altura de la tibia. Era un procedimiento que todos empezamos a copiar, porque el Cacho metía unos cañonazos bárbaros y jamás en la reputa vida perdió un botín. 

El Cacho te decía las cosas serias sin mirarte. 

—Te enteraste, veo —me dijo esa noche junto al arco. 

Yo me quedé medio confundido al principio. Creí que había escuchado mal. ¿Viste cuando te dicen algo que no te esperás y que te mete miedo? Es como si te prendieran un puñado de fósforos fríos adentro del pecho. Qué sé yo, es una sensación medio rara. Y vos te quedás un rato haciéndote el boludo porque no querés que te caiga la ficha. Como si alargaras ese momento el tiempo suficiente para que el corazón te vuelva a latir despacito de nuevo. Pero ya perdiste, te acaban de poner un rodillazo en el lomo y no hay vuelta atrás, te vas al piso de jeta y con las manos en la espalda.

—¿De qué? —pregunté haciéndome el distraído. 

Y ahí el Cacho me miró. Largó el botín y me miró mordiéndose el labio de abajo. 

Era un gesto forzado pero necesario, indispensable. En Alberdi, el que no se muerde el labio para decir algo pesado es porque la juega de Fray Mamerto Esquiú y no tiene corazón.

—Qué cagada que te lo tenga que contar yo, pendejo —me dijo.

Y ahí me di cuenta que venía pesada la ficha. Era un fichón, un bombazo, una torta de casamiento con los muñecos de yeso, con las bolitas plateadas, con las flores de tela y la crema chantillí, todo derechito y en picada sobre la cabeza. Fue como si me hubieran apoyado una bolsa de hielo en la nuca y el agua me goteara por la espalda hasta la raya del culo.

Lo que el Cacho me iba a decir dolería más que una patada de Fonseca. Y mirá que Fonseca cuando jugaba metía cada guadaña que te dejaba mordiendo el alambrado con los ojos llenos de estrellitas. Esto iba a ser peor.

—No entiendo —dije, queriendo posponer el machetazo final.

El Cacho me miró con aire compasivo. Como quien mira a un hijo que se está por mandar una cagada. Me miró así primero y después bajó la cabeza. 

Ahí se me cayeron las medias —en Alberdi decimos que se te caen las medias cuando queremos decir que te desarmás por algo—; yo estaba ahí sentado sobre el césped sintético, la camiseta transpirada, con un botín en cada mano y un cagazo que me trepaba por las pantorrillas y se me alojaba a los costados de cada huevo. Sentía que los huevos se me iban achicando, erizados, retorcidos, duritos. El pito ponía reversa también.

El Cacho terminó con su botín, metió la mano en la mochila y sacó los fasos. Me pasó uno y yo lo acepté. Todavía lo miraba con cara de propaganda de champú para los piojos, desorientado y con el ceño fruncido. No quería entender.

Primero prendió el suyo y después me acercó el encendedor a mí. Apenas si pudimos coordinar para que el faso no se quemara por la mitad en lugar de por la punta.

—Qué pasa, Cacho, me estás preocupando, culiado —dije con la voz trabada por un freno de mano invisible.

—Bueno… —empezó el Cacho— … Sonia… —vaciló.

Y el Cacho no vacilaba nunca. Es como si lo oyeras llorar a un milico. No encaja, no te cuadra. Como si te dijeran que Mike Tyson se puso de novio con el Polaco Goyeneche. No da. El Cacho vacilando no da. Imagináte que es de esos tipos que en una barra de amigos salta primero si hay quilombo, porque con el tamaño que tiene, seguro que los rivales se van al mazo. De atrás, el negro parece un mapa de África. Mide como dos metros y labura descargando camiones de carne en el mercado —de ahí su apodo, “cacho ́e carne”—, tiene unos brazos del calibre de una gamba. 

Con el Cacho no jodés, te lo puedo asegurar. Visto de frente, con la cara desencajada por el encule, es como un toro que se te viene encima, como una F100 sin frenos a cien kilómetros por hora en un jardín de infantes. El negro tiene más carne y más músculos que Terminator. Nada de inflado con inyecciones ni esas boludeces de los chetos, músculos endurecidos y criados de tanto laburar.

Por eso cuando el Cacho me titubeó ahí en la cancha de fútbol cinco fue como si de repente las luces giraran para alumbrarnos a los dos y a nadie más. El resto de los vagos estaban allá en el asador arreglando la guita, tomándose una Coca lejos de nosotros, como metidos en la oscuridad. Los focos nos buscaban sólo a nosotros.

—No le des vueltas, Cacho —le pedí con impaciencia—, ya me conocés, somos amigos de chicos, loco, ¿qué pasa?

—Bueno —se sinceró de repente el Cacho—; la Sonia te está metiendo los cuernos, Manuel.

Fue una frase sola, pero se me clavó en la panza como una flecha. Creo que un tincazo en la oreja me hubiera dolido menos esa noche fría de mayo.

—No puede ser —alcancé a decir, pero el Cacho me interrumpió.

—Mirá, Manuel, la cosa es así, no hay mucho que entender, vos a la Sonia la venís descuidando y la mina se cansó, vos te la pasás chupando, tratándola como el culo y la Sonia es una mina bien, de buena familia, es de esas minas que uno cuida y va apuntando para el casorio y me dijo que vos estabas pensando hacerle un pase, que le habías echado el ojo a la flaca del quiosco de la esquina del colegio, que la venís cagando, así que era fija que pasaba algo así.

—Pero Cacho —empecé a explicarle, sin saber por qué—, ¡si la pendeja del quiosco no tiene ni 15 años! ¿Qué voy a hacer yo con una pendejita tan chica? ¿Vos creés que puede ser así? —pregunté confundido.

No terminaba de entender por qué el Cacho estaba tan al tanto de cosas de mi pareja, cosas íntimas, charlas y quilombos que yo había tenido con la Sonia.

—A mí no me digás nada —simplificó—; esto es Alberdi, loco, y la cagaste, vos sabés que a las mujeres hay que respetarlas. 

Ahí fue que me vino de algún lado la certeza absoluta de que había algo más en todo esto que me decía el Cacho. Algo turbio, algo raro.

Dolido y con un nudo en la garganta, se lo pregunté:

—¿Y vos cómo sabés todo eso?

El Cacho le pegó una seca larga al faso y miró para donde estaban los chicos que nos hacían señas para que fuéramos antes de que se terminara la Coca.

—Bueno —dijo mientras apagaba el pucho en el sintético llenándonos de olor a poliéster quemado— la Sonia me contó.

Eso no me cerraba. Eso quería decir dos cosas, las dos igual de fuleras. 

Una, que la Sonia hablaba de nuestras intimidades con el Cacho, y a mí no me había dicho nunca que con el Cacho hablaba. La otra, la que era peor, era que el Cacho estaba rompiendo con uno de los códigos primordiales: había estado prestándole oreja a la mina que estaba conmigo, y sabía cosas de ella que yo ni enterado.

—¿Vos? —balbuceé—, vos no podés saber… 

—Es que la Sonia está curtiendo conmigo, nene.

El pucho se me cayó de la boca. Me vino como una oleada de naftalina en el naso, como una borrachera que me duró 3 segundos y se fue, dejándome con resaca, calentura, furia asesina. Me puse de pie.

El Cacho me miró desde abajo, todavía sentado.

—No te pongás indio —dijo—, aceptá las cosas como son, ya lo hablamos con la Sonia y ella no se anima a decírtelo, así que me pidió que hablara yo; iba a esperar hasta el jueves cuando salieras del laburo, te iba a invitar a tomar un café para contártelo, pero bueno, al tema lo sacaste vos.

De repente la realidad se puso rara. El universo se vació y quedamos nada más que el Cacho que estaba sentado y yo, que lo miraba de pie. Empecé a pensar en que el Cacho, con esas manos enormes, me la había estado abrazando a la Sonia, o me la había estado besando. 

Y la Sonia, el cuerpito de la Sonia todo toqueteado y chupeteado por la boca enorme del Cacho. Me quería morir, quería llorar, quería gritar, quería agarrar un palo y partírselo en la cabeza. Pero me empecé a serenar porque el Cacho se paró también. Se paró y me miró de frente. 

Estábamos cerquita, los dos ahí, a un toque.

Se me cruzó por la cabeza fugazmente la idea de ponerle un gancho en la boca, pero… ¿Y si no lo volteaba? ¿Y si lo hacía encular y me agarraba a trompadas ahí en la canchita? Hasta que los chicos vinieran a separarnos el Cacho me habría dejado ciego a sopapos. 

Pero esa sensación, loco, ese dolor en el alma, esa impotencia; algo tenía que hacer. 

Para colmo, el hijo de puta me quería citar en el bar de la Colón y hacerme el corte él a mí ¡Él a mí!, como si yo fuera una mina, loco. En Alberdi esas cosas no se hacen. En Alberdi no es así. ¿Cómo no me iba a poner indio? Qué indio, loco, era un ninja, era un Samurai recién levantado de la siesta.

El Cacho me miró fijo y me dijo:

—Si querés peliar, peliemos ahora, pero si te la bancás como viene, nos quedamos piolas y no decimos nada y se terminó acá; vos hacé la tuya, quedáte con la pendejita del quiosco y yo me quedo con la Sonia y cada uno a su casa.

—Es mi novia, Cacho —le dije—, ¿cómo quedo yo delante de los vagos? ¿Como un cagón? ¿Qué van a decir cuando te vean a vos de la mano con la Sonia? ¿O cuando la besuquiés en el baile?

Me sentía como el chofer de un avión averiado. El cuerpo se me movía solo, no lo podía manejar. Veía cómo las manos se me abrían y cerraban, cómo las piernas daban un paso para el costado y después volvían.

¿Viste cuando dicen «no sé qué me pasó, no me pude manejar»?, bueno, así. No sabía qué me pasaba, no me podía manejar.

Yo estaba en patas, descalzo en el arco de la canchita de fútbol 5. Y dolido. Un dolor de la gran puta, un dolor en el alma, algo que está más allá de la piel. 

Tenía una uña encarnada en el corazón, loco. 

Y lo peor eran las ganas de llorar. Yo venía en picada, apretaba botoncitos para que el avión no se hiciera mierda en el suelo.

Lo único que faltaba era humillarme así, delante del Cacho y de los demás vagos. No podía. Estaba en una posición de mierda y el cuerpo no me funcionaba.

—Te la bancás —dijo el Cacho—, eso hacemos, te la bancás y calladito la jeta.

Lo pensé unos segundos. Ahora era indiscutible; el Cacho se había convertido en una pirca que me separaba del mundo que yo conocía, de lo que me resultaba familiar. 

Empecé a pensar en las cosas que la Sonia le habría contado. Seguro que el Cacho sabía que yo tenía el pito chico, por ejemplo. O que cuando nos encamamos con la Sonia, a mí no me gusta sacarme las medias. Detalles de una intimidad que vos pensás que no van a trascender nunca, que son cosas que quedan entre vos y tu pareja. 

¿Y si la Sonia le contó que cuando vengo del baile medio chupado no se me para?

Estaba entregado. El Cacho me ganaba por dos cuerpos y no sólo en el plano de lo físico, también me aventajaba con las cosas de mi intimidad, cosas que yo no sabía si él conocía o no, pero que era mejor callar. 

Ponele que nos agarrábamos a trompadas. Encima de cagarme a palos, cabía la posibilidad de que empezara a los gritos ventilando mis secretos delante de los demás. Y eso no daba. Me quería morir, loco, me quería morir ahí mismo. 

Me tomó unos segundos entender qué era lo que tenía que hacer.

Seguramente el Cacho había pensado en todas las consecuencias posibles, y había pensado que a todas las iba a manejar. Por eso me preparé para una salida que lo tomara por sorpresa, que lo desencajara.

Me adelanté unos pasos y lo abracé. Y con la cabeza debajo del mentón del Cacho, lloré, loco. Lloré de impotencia. Era un dolor insoportable, y no quedaba otra que llorar. 

Al avión se le habían vuelto locos los relojitos y ahora se manejaba solo. Yo arriba le apretaba los botones, le movía las palancas y nada. El cuerpo no me respondía.

El Cacho me apartó con un empujón.

—Pará, culiado, ¿qué te pasa?, no es así; o nos cagamos a patadas o te das media vuelta y te tomás el buque, qué me venís a llenar de mocos, qué te pensás, ¿que te voy prestar una servilleta?

La mirada del Cacho era rara. Daba vuelta la cabeza y los fichaba a los vagos que se habían quedado como congelados con la botella de Coca a medio empinar. 

Yo lloraba fuerte, como lloran las minas, medio ahogándome, medio tosiendo. El Cacho como que me separaba, pero yo volvía y largaba otro «buaaaaá» todo atragantado y moquiento. 

Por primera vez en la vida noté que el Cacho estaba nervioso. Me pegó un empujón y se limpió los mocos de la remera. Los demás vagos se pararon y enfilaron para donde estábamos nosotros. 

En ese momento no lo supe, pero había hecho lo único que se podía hacer para salir bien parado. 

Agarré mis cosas, metí la remera chivada en la mochila, me puse el buzo y lo miré al Cacho por última vez. Los vagos ya estaban ahí nomás, cerquita.

—Cuidala, es buena mina —le dije en voz alta—, cuidala mucho a la Sonia porque aunque te haya elegido a vos es una buena mujer.

—Tomatelá —respondió, inflado, el Cacho. 

En el fondo, creo que hubiera preferido cagarme a trompadas. Pero en Alberdi vos no le pegás a un amigo así porque sí. Si vamos al caso, ese era mi derecho dadas las circunstancias. Y al Cacho no le quedaba ninguna oportunidad.

Aunque mi accionar implicara una humillación terrible, no quería darle el gusto a este hijo de puta. Saltar con la bronca ahí hubiera sido como entregarle la milanesa servida. No, ni en pedo, ni por puta. 

Ahí fue que entendí que el avión no estaba descontrolado. El avión estaba en piloto automático y había resuelto las cosas mejor que yo. 

Delante de la barra, el Cacho quedaba como un tipo en el que no se podía confiar. Uno que venía y te soplaba la mina. Los demás vagos ya no se animarían a rondar con él. Todos tendrían miedo de que el Cacho, arrebatado por el impulso de sus hormonas, se tirara encima de sus mujeres.

Y con la novia de los amigos en Alberdi no se jode. 

Me fui. Y camino a casa lloré. Cuando te sacan la mina no es igual. No importa que vos hayas querido cortarla. Es cuestión de orgullo de hombre, loco. El hombre es el que decide cómo y cuándo. Y no viene un gil y te la agarra a tu mina y te la besa y te sienta en un bar y te dice que la cosa se terminó. 

Cuando llegué hice el bolso. Después la llamé a mi tía y a las 11 de la noche me tomé el bondi para Bella Vista.

Al otro día, con la cabeza todavía empañada, llamé por teléfono al laburo y renuncié. 

Después lo llamé a Fonseca y le conté, le dije que la Sonia me cagaba con el Cacho y que por orgullo y vergüenza no volvería a pisar mi querido Alberdi del alma. Fonseca lo pensó un rato y me dijo «Hacés bien».

Aunque los extraño mucho, hay cosas de las que puedo prescindir sin problemas.

Al baile no voy ni en pedo. No quiero cruzármelo al Cacho todo chivado agarrándola de la cintura a la Sonia.Tampoco verlos a los vagos y que me inviten a ir con ellos por lástima, como si fuera un sapo de otro pozo. 

No da. 

Los partidos de los lunes ya no existen más. 

Estoy saliendo con una pendeja que reparte folletos en el semáforo de la Julio A. Roca. Son folletos de una pollería. No es nada serio, pero por ahí vamos a tomar un helado y la pasamos bien, a veces nos pegamos unos besos en La Cañada. Son unos besos largos. Ella hace como un molinete con la lengua y a mí eso me pone al palo. 

A veces la extraño también a la Sonia, pero más por orgullo que por otra cosa. Me hubiera gustado sentarme con ella en el café de la Colón y decirle un par de cosas. Pero no da. Las mujeres también deciden, loco, a eso lo aprendí a los golpes. 

Aparte, ella es la novia del Cacho y con eso no se jode. 

El tiempo compensa las cosas. Ya no me duele tanto el alma como esa noche en la canchita de fútbol cinco. Y al Cacho, por suerte para los dos, no me lo he vuelto a cruzar.

2 respuestas a “Un dolor de la gran puta”

  1. carolinajghione

    siempre dije «se me achicharró el corazón » para tratar de explicar el dolor que sentía en algunas situaciones. A partir de hoy usaré la frase de la uña encarnada porque lo describe tanto mejor. Cacho, sos una verga y vos Sonia también. Genial el relato como siempre, abzo

    1. El corazón achicharrado es muy buena, ojo, yo no la jubilaría así nomás. Gracias, Caro! Saludos!

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